Unas
semanas después de leer a Piglia en el malpensante: la vida breve
es la gran metaficción y autoficción... un tipo que inventa un
mundo y se va a vivir ahí, la
dichosa novela por casualidad apareció en mi mesa de noche. Llegó
de una compra compulsiva, de libros de segunda, junto con el tomo de
un libro de iniciación al ajedrez, edición comprada por pura
nostalgia de cuando el tiempo me sobraba, así que para no sentirme
tan encadenado a mis fetiches completé la compra con los únicos
tomos que estaban en un estado decoroso: La piel del cielo de
Poniatowska y la vida breve de Onetti.
El manual de ajedrez reclamó solo unos minutos con fotos vintage de campeones de hace ya un siglo, también un desaliñado y enigmático Tolstoi que juega una partida entre citas dedicadas al juego, el libro dormirá muchos años hasta que algún jugador en potencia, crea que se divertirá mucho y se hará un buen jugador con el estudio, pobre ingenuo, pero bueno, hay vicios más caros e ilusiones más carentes de sentido.
La cosa quedaba entonces entre Poniatowska y Onetti, pero la referencia cercana de la revista me hizo decantar por la vida breve. Me encontré con una prosa fantástica, bueno soy proclive a la prosa argentina, retórica, adornada, fluida: “Gertrudiz murmuró una pregunta y volvió a roncar. La risa de la mujer crecía aguda y poderosa y se cortaba de golpe, moría dejando un silencio oscuro, casi redondo, rellenado por una especie de odio y desesperación familiares”. Poco a poco se va desarrollando la historia sin tener elementos particularmente intensos, siempre con una prosa que me despierta una envidia como no me creía capaz de sentir, pero esto no es más que una referencia a otro gran libro.
Lo realmente interesante es que el protagonista, por demás altamente autobiográfico, empieza a construir otros personajes igual o más interesantes que él y el sabe que esos personajes no existen, pero son lo único valioso que puede hacer en ese momento. El mecanismo me pareció absolutamente esquizofrénico y peor aún, idéntico a la ficción en la literatura, muchos tenemos un Dorian Grey ó un Aureliano Buendía y ahora un Brausen en la cabeza, personajes que nunca existieron pero que han sido creados por esta especie de locura colectiva que es la novela. Esta locura es controlada por el autor pero enriquecida por la interpretación de cada lector, a diferencia del cine donde el personaje de ficción tiene una cara y una personalidad que sería la misma para toda la audiencia, en la literatura cada uno tiene su propio Brausen y estoy seguro que conocemos mejor a esos personajes que a la gente real que se cruza con nosotros en el ascensor todos los días. No digo que la literatura y las novelas en particular puedan enloquecernos como a Don Quijote, solo que casi todos y se lo he escuchado también a algunos escritores, buscamos en la narración una forma de ensanchar ese espacio y tiempo que nos corresponde, nuestra realidad nos parece algo limitada y nos vamos a vivir por ratos en otras realidades, tal vez la diferencia es que nuestra realidad puede parecernos simplemente aburrida o insuficiente y a los locos sencillamente inaceptable.
El manual de ajedrez reclamó solo unos minutos con fotos vintage de campeones de hace ya un siglo, también un desaliñado y enigmático Tolstoi que juega una partida entre citas dedicadas al juego, el libro dormirá muchos años hasta que algún jugador en potencia, crea que se divertirá mucho y se hará un buen jugador con el estudio, pobre ingenuo, pero bueno, hay vicios más caros e ilusiones más carentes de sentido.
La cosa quedaba entonces entre Poniatowska y Onetti, pero la referencia cercana de la revista me hizo decantar por la vida breve. Me encontré con una prosa fantástica, bueno soy proclive a la prosa argentina, retórica, adornada, fluida: “Gertrudiz murmuró una pregunta y volvió a roncar. La risa de la mujer crecía aguda y poderosa y se cortaba de golpe, moría dejando un silencio oscuro, casi redondo, rellenado por una especie de odio y desesperación familiares”. Poco a poco se va desarrollando la historia sin tener elementos particularmente intensos, siempre con una prosa que me despierta una envidia como no me creía capaz de sentir, pero esto no es más que una referencia a otro gran libro.
Lo realmente interesante es que el protagonista, por demás altamente autobiográfico, empieza a construir otros personajes igual o más interesantes que él y el sabe que esos personajes no existen, pero son lo único valioso que puede hacer en ese momento. El mecanismo me pareció absolutamente esquizofrénico y peor aún, idéntico a la ficción en la literatura, muchos tenemos un Dorian Grey ó un Aureliano Buendía y ahora un Brausen en la cabeza, personajes que nunca existieron pero que han sido creados por esta especie de locura colectiva que es la novela. Esta locura es controlada por el autor pero enriquecida por la interpretación de cada lector, a diferencia del cine donde el personaje de ficción tiene una cara y una personalidad que sería la misma para toda la audiencia, en la literatura cada uno tiene su propio Brausen y estoy seguro que conocemos mejor a esos personajes que a la gente real que se cruza con nosotros en el ascensor todos los días. No digo que la literatura y las novelas en particular puedan enloquecernos como a Don Quijote, solo que casi todos y se lo he escuchado también a algunos escritores, buscamos en la narración una forma de ensanchar ese espacio y tiempo que nos corresponde, nuestra realidad nos parece algo limitada y nos vamos a vivir por ratos en otras realidades, tal vez la diferencia es que nuestra realidad puede parecernos simplemente aburrida o insuficiente y a los locos sencillamente inaceptable.