lunes, 4 de octubre de 2010

Lectura para Parvulos: UN VIAJE AL OLVIDO

UN VIAJE AL OLVIDO.
Luego de una extenuante caminata desde Bojacá, cruzando por el mágico bosque de niebla y descendiendo por un camino empedrado cargado de hermosos tonos verdes, llegamos a la carretera pavimentada que comunica a Cachipay con la Gran Vía, anunciando que estamos próximos al descanso. Cortamos camino desesperados por los atajos que entrelazan la carretera, hasta encontrar la carrilera, guiados por ella cruzamos por los podridos travesaños de madera de un olvidado puente metálico de color rojizo, atiborrado de maleza, nos despedimos de la carretera, y llegamos a una solitaria calle donde alguna vez se detuvo el tren, del lado derecho el solitario hotel cercado por colosales palmeras, un abandonado teléfono público que sobresale por su cabina de color rojo, del lado izquierdo la tienda y la cancha de baloncesto, con un par de casas alrededor, y al fondo la carrilera disipada por la espesura, mostrándonos como la naturaleza recobra lo suyo.

Exhaustos llegamos al hotel, que nos recibe con sus paredes pintadas de blanco y manchadas de negro; sus barandas de cemento, sus grandes puertas y ventanas en madera; pintadas de un ennegrecido verde, su techo gris bastante fuliginoso; y el portero con su camisa perfectamente planchada de color blanco amarillado, pantalón azul oscuro y zapatos negros brillantes, que nos hace esperar un largo rato tras una pequeña reja verde, como si el hotel estuviera copado y hubiera que controlar tanto visitante; consulta con la señora de la recepción si podemos acampar en la parte trasera del hotel, abre la reja y nos acompaña hasta el mostrador de la recepción, siguiendo el protocolo que tanto ha ensayado.

En la recepción detrás del mostrador se encuentra una señora delgada, no muy alta, de finas facciones, pálida, un tanto demacrada, quien nos da la bienvenida, pregunta a cada uno los datos personales hasta llenar totalmente el registro, nos invita amablemente a conocer el hotel, recorremos varios pasillos de baldosín verde oscuro combinado con carmín, después salimos a la parte de atrás donde se encuentra la piscina, que incita más a la meditación que a la diversión, luego de hacer un largo recorrido y explicar pacientemente hasta el último detalle, nos muestra donde podemos instalar la carpa, nos ofrece el menú del restaurante, indica la hora de la cena, y al vernos la cara de cansancio hace un gran esfuerzo y se despide sin querer hacerlo, con una mirada que implora compañía.

Nos instalamos y vamos a la tienda por las provisiones para la noche, adentro de la tienda se encuentra un gran mostrador de madera de color verde claro, que con dificultad permite entrever los productos a través del vidrio, unos estantes semivacíos de inerte mercancía, reclinados en paredes ruginosas, un rugiente piso de madera, un apolillado techo sostenido con troncos de madera, del cual cuelgan un par de yermos bombillos, incapaces de iluminar, varias telarañas en las esquinas, un enmohecido olor a guardado y un pasivo tendero, que parece que hiciera parte del fondo de esta inanimada pintura. Compramos unas cervezas y no las tomamos en el andén del frente, mientras melancólicos contemplamos el atardecer.

Entramos nuevamente al hotel para la Cena, acompañados de la señora de la recepción, nos dirigimos al comedor, donde somos recibidos por un solitario mesero perfectamente vestido; el excesivo orden, la poca iluminación y el olor percibido daban cuenta de lo inmóvil del lugar. Revisamos rápidamente la carta y escogemos el delicioso bistec a caballo, que por supuesto era el plato más económico del menú. Mientras sucumbimos de hambre, con todo el ceremonial del caso, como si fuéramos unos huéspedes muy exclusivos o fuera una ocasión especial, somos atendidos por el mesero, y como si no hubiera más luz que la que iluminaba el plato, ni más animación que la de llevar el tenedor a la boca, devoramos todo tan pronto sirve. Finalmente vamos al sitio donde habíamos armado la carpa, en medio de unos tragos, nos transportamos a la universidad y reímos hasta quedar rendidos.

Una vez que realizamos nuestra travesía en bicicleta, tuve la oportunidad de conocer algo más del pueblo, el neumático de mi bicicleta estaba pinchado, pregunté al señor de la tienda donde podría resolver mi problema, me indicó que el señor que vivía cruzando la cancha de baloncesto tenía una bicicleta, de pronto el podría tener las herramientas para poder repararla. Por primera vez iba mas allá de la calle principal, atravieso la cancha de baloncesto, de piso fragmentado y pasto entre las grietas, de estructuras metálicas oxidadas, que miradas con detenimiento permiten intuir que alguna vez tuvieron un color naranja, a un lado un aro y un pedazo de acrílico transparente amarilleado por el paso de los años, del otro un solitario aro. Alrededor de la cancha hay un par casonas viejas, con paredes en adobo pintadas en blanco, un tanto agrietadas, marcos de ventanas y puertas en madera pintadas de color un color café y oxidadas tejas de Zinc. Al llegar a la casa, llamé varias veces a la puerta, cuando ya había desistido, abre la puerta un señor de unos cuarenta años, delgado, tez amarillenta, demacrado, cabello grasoso, frente arrugada, que si bien era bastante barbilampiño se notaba que llevaba mucho tiempo sin afeitarse, vestía una camisa blanca manchada con el cuello roído, a la que le faltaban un par de botones, pantalón de color claro bastante sucio y unas delgadas chancletas de caucho negro, quien levanta sus cejas y de forma hosca me dice: -- ¿Qué desea?, le comento lo sucedido y sin decir nada entrecierra la puerta; vislumbro por la estrecha abertura al fondo una lúgubre habitación, adosado a la pared un catre de metal con un delgado colchón, poco uniforme, una colcha encima desarreglada como si se hubiera acabado de levantar, y un par de ventanas que parecen llevar tiempo cerradas. Por su forma de ser se podía entrever que lo único que deseaba este huraño hombre, era enterrar con este olvidado pueblo el gran sufrimiento que lo embargaba.

Al finalizar nuestros alegres viajes a la Esperanza, me sentía como un dibujo animado de color, que había navegado por una estática historieta en blanco y negro. Años después, el hotel fue cerrado y con ello la esperanza de no ser olvidados.